• Sáb. Ago 23rd, 2025

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Siervos de la nube

Los que alcanzamos el cambio de siglo ya siendo maduros, no podemos olvidar la ansiedad con que esperamos por décadas la llegada de esta nueva era. Imagen que se sostenía en los avances tecnológicos y, por sobre todo, con la esperanza puesta en una tecnología al servicio de la humanidad. Algo así como un grupo de científicos altruistas que se esforzaban por hacernos a todos la vida mejor. Y así fue en los primeros años del nuevo milenio, sobre todo merced al vertiginoso desarrollo de la tecnología digital. Ya sobre el primer cuarto de la nueva era, con los pioneros de la tecnología digital, quizás tan o más soñadores que nosotros, muertos o desterrados, las cosas han adquirido características preocupantes. El dinero, las ansias de poder y la Inteligencia Artificial han trastocado todo. 

Es así que en los albores del siglo XXI un nuevo sistema de dominación se perfila en el horizonte. El economista griego Yanis Varoufakis lo ha llamado tecnofeudalismo, y aunque el término resuena con ecos medievales, su escenario es digital y su alcance, global. Este modelo emergente ha tomado los principios básicos del capitalismo —mercados, producción y consumo— y los ha transformado en un sistema de rentas digitales, donde los «señores de la nube» no poseen tierras, sino datos, y donde los «siervos» no trabajan en campos abiertos, sino en plataformas omnipresentes. El resultado es una transformación cultural tan radical como inquietante.

Las grandes tecnológicas, conocidas colectivamente como «Big Tech», han asumido el rol de los nuevos señores feudales. Corporaciones como Amazon, Google, Meta y Microsoft no solo concentran poder económico, sino también control social y cultural. Sus plataformas moldean las preferencias, mediatizan las relaciones y establecen nuevas jerarquías. En este nuevo feudo, la moneda de cambio no es el oro, sino los datos personales, cedidos a cambio de acceso a servicios esenciales en la era digital.

El tecnofeudalismo nos obliga a repensar la relación entre la tecnología y la cultura. Lo que alguna vez fue un espacio prometedor de libertad y creatividad —el internet— se ha transformado en una red opaca de control y vigilancia. Algoritmos invisibles dictan qué vemos, qué compramos y, en muchos casos, qué pensamos. En lugar de un mercado libre, donde las ideas y los bienes fluyen sin restricciones, ahora habitamos burbujas personalizadas que fragmentan la experiencia colectiva y homogenizan la creatividad.

En este contexto, iniciativas como el proyecto Stargate de Estados Unidos destacan por su ambición y simbolismo. Con una inversión colosal de medio billón de dólares, Stargate busca consolidar el liderazgo occidental en la inteligencia artificial y las tecnologías emergentes. Pero su alcance va más allá de la economía. Stargate representa el deseo de establecer un dominio sobre la narrativa cultural global.

Este proyecto, disfrazado de innovación tecnológica, refuerza la jerarquía global al colocar a Estados Unidos en la cúspide de una economía digital que depende de la centralización de recursos. Al mismo tiempo, amplifica la brecha entre las élites tecnológicas y las mayorías desposeídas. En este esquema, las voces periféricas —sean culturales, económicas o geográficas— son relegadas, mientras las grandes potencias moldean una cultura digital homogénea, diseñada para perpetuar su hegemonía.

El impacto cultural del tecnofeudalismo se manifiesta en nuestra vida cotidiana. Plataformas como Netflix, Spotify y Amazon Prime no solo facilitan el acceso a contenidos, sino que también determinan qué historias se cuentan y cuáles quedan en el olvido. Las narrativas locales, una vez ricas y diversas, son desplazadas por contenidos diseñados para el consumo masivo. En este ecosistema, los algoritmos no solo predicen nuestros gustos, sino que los fabrican, reduciendo la cultura a un reflejo de nuestros datos.

Este modelo de dependencia cultural encuentra ecos en el feudalismo medieval, donde los siervos trabajaban la tierra bajo las reglas de sus señores. Hoy, trabajamos en plataformas digitales, alimentando con nuestro tiempo y atención un sistema que nos relega a meros usuarios. En este proceso, perdemos no solo nuestra autonomía, sino también el sentido colectivo de la cultura.

Frente a este panorama, el desafío es monumental. ¿Cómo recuperar la agencia cultural en un mundo donde el poder se mide en terabytes? Yanis Varoufakis propone la creación de un capital común digital, donde los datos sean gestionados de manera democrática y los beneficios de la tecnología sean compartidos equitativamente. Pero más allá de las propuestas económicas, se requiere una revolución cultural que reivindique la diversidad y la creatividad como valores centrales.

Esta lucha no es solo contra las «Big Tech», sino también contra la narrativa que las legitima. Necesitamos recuperar la noción de que la tecnología debe ser una herramienta al servicio de la humanidad y no un medio de explotación. La cultura, en su sentido más amplio, debe ser el eje de esta resistencia, un espacio donde se reimagine el futuro lejos de las sombras del tecnofeudalismo.

En última instancia, el tecnofeudalismo no es solo un problema tecnológico o económico; es una crisis cultural. Nos encontramos en una encrucijada donde las decisiones que tomemos hoy determinarán el tipo de sociedad que legaremos a las futuras generaciones. Reconocer este desafío es el primer paso para enfrentarlo.

Como siervos digitales, aún tenemos la capacidad de transformar este sistema desde dentro. La cultura, esa fuerza inagotable de creatividad e identidad, puede convertirse en el catalizador de un cambio profundo. Si somos capaces de recuperar nuestra autonomía cultural, quizás podamos construir un mundo donde las nubes sean de todos y no solo de unos pocos.

Por Mauricio Jaime Goio.

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