Desde hace años, América Latina convive con una paradoja insalvable. La existencia del Estado como estructura, pero su progresiva disolución en la práctica.
Los grandes medios de la región han hecho de la expresión «estado fallido» un latiguillo recurrente para describir la crisis en Venezuela, el colapso de Haití o la pérdida de control territorial en México.
El uso de este concepto, sin embargo, dice más sobre la percepción colectiva del fracaso estatal que sobre su estricta definición política. ¿Realmente han fallado los Estados en América Latina o es la legitimidad de sus instituciones lo que se ha desmoronado?
La expresión «Estado fallido» nació en los pasillos del poder estadounidense y fue legitimada por organismos internacionales en la década de los noventa.
Según esta definición, un Estado falla cuando pierde el monopolio de la violencia y es incapaz de garantizar seguridad y bienestar a su población. Pero el concepto de «estado fallido» no es neutro. Es una construcción ideológica que implica que un Estado deja de cumplir con sus funciones esenciales de control, seguridad y bienestar, y que, en consecuencia, pierde su razón de ser.
Sin embargo, en América Latina el problema rara vez es la ausencia de Estado, sino su captura por intereses privados o su transformación en una maquinaria de poder que opera sin legitimidad.
El Estado no ha desaparecido en Venezuela o en México. Sigue ahí, pero se ha vaciado de significado político. Lo que la prensa denomina «estado fallido» es, en muchos casos, un Estado parasitado por mafias, por redes clientelistas, por estructuras que han convertido lo público en un recurso para intereses particulares.
Un Estado fallido, en su sentido más estricto, ha dejado de existir como tal. Lo que vemos en la región, en cambio, es una mutación del Estado en algo irreconocible, una entidad que aún regula, que aún se impone, pero que lo hace en beneficio de estructuras privadas de poder y no de la ciudadanía.
El concepto de «Estado secuestrado» es más certero para describir la realidad de América Latina. En un Estado secuestrado las instituciones no han colapsado. Han sido capturadas por actores ilegales, sean estos narcotraficantes, pandillas, conglomerados empresariales con vínculos políticos o una facción política.
En Rosario, Argentina, la policía local está penetrada por el crimen organizado. En Venezuela, el régimen gobierna como una mafia con el beneplácito de las fuerzas armadas.
En Ecuador, la violencia ha escalado a niveles de guerra urbana porque los cárteles han infiltrado las instituciones encargadas de la seguridad. Ni hablar de Nicaragua o Cuba.Bolivia ofrece un caso particular de «Estado tomado» desde la política.
Durante los gobiernos del Movimiento al Socialismo (MAS), el control del Estado ha sido absoluto. La cooptación de los poderes del Estado ha permitido la perpetuación del poder y la instrumentalización de la justicia para perseguir opositores y blindar la estructura del partido en el gobierno.
A diferencia de otros países donde el crimen organizado toma las instituciones, en Bolivia es el propio partido gobernante el que ejerce un control hegemónico, desdibujando la separación de poderes y erosionando las garantías democráticas.
El problema en América Latina no es la ausencia de Estado, sino su secuestro. Las soluciones requieren algo más que estrategias de seguridad. Implican reformar las instituciones, blindarlas contra la corrupción y garantizar que el poder deje de ser un botín para los más inescrupulosos.