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Opinión: La imaginación y la libertad, Por Mauricio Jaime Goio

Albert Einstein, un físico teórico nacido en Alemania, es mundialmente reconocido por su teoría de la relatividad.

Albert Einstein afirmaba que «la imaginación es más importante que el conocimiento». No es difícil entender por qué esta frase, en apariencia simple, resuena tanto hoy como en su tiempo. En un mundo dominado por la tecnocracia, donde la producción de información es constante y la acumulación de datos es considerada la máxima expresión del progreso, la imaginación se convierte en una amenaza.

Desde los inicios de la modernidad, los sistemas de poder han buscado restringir la capacidad humana de imaginar alternativas. No es suficiente con controlar los medios de producción o los recursos materiales; el control sobre la imaginación es crucial para la reproducción del statu quo. La educación formal, en lugar de fomentar el pensamiento crítico y la creatividad, ha sido estructurada para domesticar la mente, convertirla en un depósito de información útil para el engranaje productivo. Como señalaba John Dewey, la educación en su forma más efectiva debería liberar la mente, no atarla a esquemas rígidos de pensamiento.

Einstein, cuya genialidad no se limitaba a la física, entendía esto intuitivamente. Su teoría de la relatividad no surgió del simple cálculo, sino de la capacidad de concebir el mundo de otra manera. Visualizó lo que aún no había sido probado, y eso es lo que define toda revolución científica y social: la capacidad de imaginar que las reglas impuestas no son inmutables.

Este principio se extiende más allá de la ciencia. La historia está repleta de ejemplos de cómo la imaginación ha sido el motor del cambio social. Los grandes movimientos de emancipación, desde la lucha por los derechos civiles hasta los movimientos de descolonización, no fueron simples respuestas a condiciones objetivas de opresión. Fueron impulsados por la capacidad de imaginar un orden distinto, por la negativa a aceptar la narrativa impuesta de que la injusticia es inevitable.

La imaginación no es una abstracción ni un lujo, sino una herramienta esencial para la resistencia. Es por eso que los sistemas autoritarios, sean capitalistas o estatistas, buscan sofocarla. La uniformidad del pensamiento es una condición necesaria para la obediencia. Si las personas no pueden imaginar un mundo diferente, nunca desafiarán el que se les impone.

En la era del capitalismo digital, donde los algoritmos predicen nuestras decisiones y modelan nuestro consumo, la erosión de la imaginación se vuelve aún más peligrosa. El acceso a la información no equivale a libertad de pensamiento. La sobrecarga de datos, en lugar de ampliar nuestra capacidad de comprender el mundo, muchas veces nos deja atrapados en un circuito cerrado de confirmación ideológica. La creatividad se convierte en un producto más, comercializable dentro de los límites aceptables del mercado.

Einstein entendió que la felicidad no proviene de la acumulación de conocimiento por sí sola, sino de la capacidad de usar ese conocimiento de manera creativa. Seguir la curiosidad con entusiasmo, no conformarse con lo que es impuesto. Este consejo es más relevante que nunca. Si queremos desafiar las estructuras que nos aprisionan—sean económicas, políticas o culturales—, debemos empezar por reclamar nuestro derecho a imaginar.

El conocimiento explica el mundo, pero solo la imaginación puede transformarlo. La cuestión es si seremos capaces de ejercerla antes de que se nos arrebate por completo.

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