![]() Descalificar a quienes piensan no es nuevo. Quizá es la victimización más antigua del ejercicio político. Renegar de la crítica es una forma de inmunizar el discurso. Los políticos, y cualquiera con cercanía al aparato de poder, que practican esto se protegen cerrando el campo de lo que se puede decir. Nunca responden, siempre desacreditan. ![]() Ser crítico vs. el criticón No admiten la posibilidad de estar equivocados porque no buscan la verdad, sino hacer por hacer. La frase «criticar no aporta nada» es una maniobra de defensa que en realidad revela incomodidad. Hay una verdad que les molesta y su única defensa es atacar su origen: el papel del analista, del intelectual o del escritor. Alguien que piensa y argumenta es peligroso para quienes solo saben imponer. El gesto de decir «vos solo opinás pero otra cosa es hacer» no es una crítica a la crítica: es una forma de sostener el discurso que los hace relevantes. De declarar que solo es válido lo que ellos hacen, como si pensar no fuese actuar. Como si escribir no fuese una forma de poder. La dicotomía entre decir y hacer es una falacia funcional. Muchos de los grandes errores históricos se cometieron precisamente por hacer sin pensar. Por despreciar la crítica. Por silenciar la disidencia. Por considerar que el pensamiento ralentiza, que la reflexión estorba y que la letra es una excusa de los incapaces. Ese desprecio solo esconde su miedo a la lucidez. El político, el funcionario operativo o empleado público, el gestor que se cree constructor de historia, y los fanáticos que aspiran a ser como ellos, tienen miedo a quien los observa con distancia y los describe con palabras. Tienen miedo a no poder controlar el pensamiento ajeno. Hay un componente profundamente autoritario en esto. La crítica molesta porque interrumpe el relato. Porque introduce dudas y expone lo que el discurso quiere ocultar. Cuando se dice que criticar no aporta, lo que se quiere decir es que solo es útil aquello que reafirma el statu quo. Todo lo demás es estorbo. Ese es el germen de toda forma de dogmatismo: convertir la discrepancia en traición, la opinión en capricho y la crítica en resentimiento. El antiintelectualismo que recubre ese desprecio es una confesión de impotencia: quienes no pueden argumentar ni justificar, descalifican y acusan de inutilidad. Son ellos quienes empobrecen el espacio público, degradan el debate y fortalecen la barbarie que supuestamente combaten. Y nunca se dan cuenta que al defenderse se suicidan. Demuestran que quien escribe los domina y aterra. El matonaje no solo es un pobre intento de encubrir la propia mediocridad, sino una revelación del miedo a que se ejerzan otros roles sociales. Es el intento de anular a quienes generan corriente de ideas. Pero sin pensamiento, sin análisis y sin crítica, lo que se hace es repetir. La acción no necesariamente es movimiento. Se puede agitar sin avanzar. En el fondo siempre es miedo. No quieren ser juzgados, no quieren ser evaluados, no quieren rendir cuentas. Quieren ser validados para pertenecer y permanecer. El intelectual es incómodo porque les recuerda que no son imprescindibles, que la acción sin sentido es bulla, que la política sin ideas es volver a las cavernas y que la historia no los va a recordar por lo que hacen. Por eso desprecian la crítica. Porque los exhibe. Porque les pide algo más que ponerle voluntad. Y les muestra que muchas veces lo más valiente no es hacer, sino atreverse a pensar. Ya sea contra la corriente o contra ellos mismos. |
Descalificar a los que piensan no es nuevo, Por Enrique González
